Juan Carlos Muñoz/Transantiago gratuito

(c) La Tercera

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Publicado el 25 de mayo de 2016

Por Juan Carlos Muñoz / Director CEDEUS y Lorenzo Cerda / Ingeniero y economista.

Versión original en Opinión de La Tercera

Existen razones de equidad y eficiencia que justifican subsidiar no sólo la infraestructura y equipos sino también la operación del transporte público. El conocido trabajo de Parry y Small (2009) muestra que para múltiples ciudades se justifican ampliamente subsidios operacionales que superan el 80%. Es decir, las ciudades que financian sus sistemas en menos de este porcentaje podrían estar perdiendo oportunidades de eficiencia y calidad de vida. Las ciudades del mundo en desarrollo destinan cuantiosos subsidios para este propósito, que frecuentemente superan el 50% del costo operacional del sistema. El subsidio a Transantiago cubre entre un 40 y 45% de los costos totales, pero si descontamos el subsidio a estudiantes, e inversiones en infraestructura y material rodante para buses y Metro (no operacionales), el subsidio estrictamente operacional queda prácticamente nulo.

A pesar de estos subsidios, la tarifa sigue siendo muy alta para el grupo de menos recursos de Santiago. Viajar en transporte público representa 28% de los ingresos autónomos de una familia del primer decil (CASEN 2013). Así, no es de extrañarse que en este sector la evasión haya alcanzado niveles muy elevados. Desgraciadamente, esta evasión se ha ido contagiando a muchos otros usuarios de distintas zonas e ingresos, transformándose en un problema financiero y moral muy importante. Se estima que entre un 25 y un 30% de los usuarios de buses evaden su tarifa. Así, es posible argumentar que quienes pagan su tarifa hoy subsidian a los evasores que no lo hacen. También es posible decir que los no usuarios, a través de sus impuestos, subsidian a los usuarios en general.

Se han planteado una serie de medidas que permitirían reducir la evasión, tales como aumentar las zonas pagas, permitir que los conductores vendan un boleto unitario (a un valor superior, lo que se usa en otros países) o implementar torniquetes en mayor número de buses. En esta columna planteamos que se debiera considerar una vía totalmente diferente para erradicar la evasión: la gratuidad de usar los buses, e incluso el Metro para todos los usuarios. A continuación describimos algunas formas de financiar este esquema y los impactos que generaría en la ciudad.

La existencia de un sistema de transporte público que cubra adecuadamente la ciudad, espacial y temporalmente, es un atributo urbano que favorece el empleo y la productividad, y reduce las externalidades sociales mejorando la calidad de vida. Por este motivo, el transporte público se podría financiar a través de una carga en las liquidaciones de sueldo de los trabajadores empleados en Santiago. El costo de Transantiago (buses y Metro) es aproximadamente US$ 1.480 millones (un millón de millones de pesos) anuales. Si consideramos que aproximadamente dos millones de personas trabajan en Santiago con un contrato formal, se necesita sólo un aporte de US$ 60 mensuales por cada uno.  Si el Estado siguiese aportando un 45% de dicho costo y el restante 55% se dividiera entre empleado y empleador, entonces cada parte aportaría $11.000 al mes. Parecería correcto incluir también al 10% de trabajadores independientes, quienes podrían hacer su aporte al momento de hacer sus retenciones. Esto permitiría reducir en un 5% el aporte de cada trabajador santiaguino al sistema.

Nuestra propuesta es considerar un esquema como éste en que el Estado redujese su aporte directo a la tarifa a un 25% y destinase el 20% restante a inversiones en infraestructura y material rodante. El 75% del costo restante del sistema se dividiría nuevamente entre empleado y empleador, pagando cada uno $15.000 mensuales. Es importante destacar que este financiamiento permitiría que todos los habitantes de Santiago se pudieran desplazar por la ciudad en forma gratuita en transporte público. Es decir, si en el grupo familiar del empleado hay al menos una persona que pague al menos una vez el transporte público en cada día laboral, entonces este grupo familiar se verá beneficiado. Un esquema como éste produciría un fuerte incentivo a desplazarse en transporte público, erradicaría (de raíz) la evasión y conservaría la carga financiera fiscal.

Adicionalmente, este esquema volvería innecesarios los costos asociados al cobro y fiscalización. Es decir ya no necesitaríamos red de recarga, tarjetas, torniquetes y fiscalizadores. También permitiría aligerar los paraderos más usados prescindiendo de las zonas pagas que son resistidas por su impacto visual. Muy importante también, la detención de los buses se agilizaría pues los usuarios podrían ingresar y salir por todas las puertas simultáneamente en cada paradero, aumentando la productividad de los buses y reduciendo los tiempos de viaje. Adicionalmente, la autoridad podría poner todo su foco en la calidad y provisión del servicio, dejando de lado su preocupación por la evasión.

Por otro lado, la demanda por transporte público debiera aumentar generando importantes beneficios para la ciudad. Por ejemplo, los viajes que pasen desde el auto al transporte público reducirían externalidades como congestión, ruido, accidentes y contaminación. Y aquellos nuevos viajes que correspondan a usuarios del transporte público, se harían para satisfacer necesidades que antes quedaban insatisfechas por el costo de la tarifa. La ciudad de mayor tamaño que ha experimentado con transporte público gratuita es Talinn (Estonia) en que se observó un aumento de 14% de los viajes (Cats et al 2016) a pesar de contar previamente con abonos mensuales. En esta ciudad se observó una reducción en el tráfico vehicular también de 14%. Finalmente, esta medida permitiría que estudiantes, desempleados, jubilados, y otras personas sin ingresos se movilizaran en forma gratuita. Las inversiones adicionales en infraestructura y material rodante antes descritas permitirían acomodar la demanda adicional generada.

Entendemos que el esquema propuesto no es perfecto. Por una parte el sistema exige cobrar a trabajadores que no necesariamente usarían el transporte público (aun cuando sí podrían hacerlo otros miembros de su grupo familiar quienes gozarían de esta gratuidad). Por otra, se introduce un nuevo costo a los empleadores que podría impactar al mercado laboral. A cambio recibirían una fuerza laboral que tarda menos en transportarse, con su consiguiente impacto en actitud y productividad. Así, ante la gran dificultad y costo asociado de conseguir que los actuales evasores paguen la tarifa y ante los notables beneficios que traería la gratuidad, nos parece que el sistema descrito tiene amplio mérito.

Esta propuesta busca ser un punto inicial de discusión, proponiendo un esquema base que consideramos factible y atractivo, pero es posible analizar otras opciones de financiamiento. Por ejemplo, se podría cobrar un impuesto adicional a las bencinas vendidas en Santiago, de tal forma de co-financiar parte del sistema y de paso desincentivar el uso del auto. A modo de ejemplo, un cobro adicional de $50 por litro financiaría el 9% del costo del sistema. El precio de la bencina 93 en la Región Metropolitana ya presenta una dispersión, con precios entre $662 y $776 (www.bencinaenlinea.cl) por lo que nos es difícil imaginar que un aumento de $50 generaría incentivos significativos de compra en regiones. Esta medida se alinearía bien con el contexto de los compromisos globales que los países han tomado respecto del calentamiento global (el precio en Chile es significativamente menor que en países europeos). Otra posibilidad es subir en un punto el IVA cobrado en Santiago. Desde nuestro punto de vista, esta medida tiene el atractivo de ser eficiente de recolectar y difícil de evadir, pero nuevamente es una medida regresiva, resultado que deseamos evitar. En una columna reciente de la Sociedad Chilena de Ingeniería de Transporte, Milton Bertín propone un esquema de financiamiento basado en un cobro adicional en las cuentas de electricidad de los inmuebles de Santiago. Asimismo, es posible considerar otras alternativas como un aumento en las contribuciones de los bienes raíces. Creemos que sería oportuno determinar qué combinación de las alternativas propuestas (y otras que pudieran surgir) permite recaudar el fondo necesario generando el menor impacto social posible.

Un último elemento a discutir es si el sistema de gratuidad incluiría también a los viajes en Metro. Por razones de simpleza y equidad nos parece muy deseable que así sea. Sin embargo, ante los severos aglomeramientos que la red actual sufre durante periodos punta, es razonable esperar que la gratuidad del Metro sólo empeoraría esta situación y, además, el sistema perdería la posibilidad de usar la tarifa como mecanismo de gestión de la demanda. Así, mientras la red conserve esta condición, es razonable proponer que durante los periodos punta se mantenga una pequeña tarifa en Metro que mantenga su afluencia en niveles que garanticen el nivel de servicio deseado. Es posible que una vez que se agreguen líneas de Metro y se mejore la infraestructura de superficie, también se podría eliminar todo pago en Metro.

Dado el recorrido que Transantiago ha realizado y que estamos ad portas de una relicitación de los servicios de buses, consideramos necesario tener esta discusión que podría conducirnos a una mejora sustancial en nuestro transporte y calidad de vida.